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CUENTOS

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La Bolsa Azul

En el bosque de la vida no siempre todo es lo que parece,
hay detalles que pasan desapercibidos. 

 

Arturo es un autor que vuelca en un personaje algunos de sus deseos, pero la realidad le jugará una broma.

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¿Quién ayudará a Ana, una niña perdida en la Patagonia?

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Isabel miró por el ojo de la cerradura y no vio nada raro. No había nadie en los lavabos, ni delante de los espejos, ni en… Así comienza la historia de una adolescente del siglo pasado, atrapada en sus dilemas.

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Enfoques que descolocan al lector que anticipa lo previsible. Detalles que revelan vulnerabilidades y misterios humanos. ¿Casualidades o causalidades?
El lector decide.

Monse
 

Mi madre no me dejaba salir de nuestro terreno, decía que el barrio no era… bueno. Yo estaba en esa edad en que hubiera querido explorar las veredas de tierra, descubrir a otros chicos como yo, pero en patios sin cercos. Era también la edad en que me llamaban la atención las chicas, un impulso nuevo, muy fuerte y difícil de entender para mí. No sé de dónde me venía, era como la sed, como el cansancio. Lo sentía y basta. Una chica del barrio me llamaba mucho la atención. Tal vez porque era la única del barrio que dejaban salir, o porque la encontraba de vez en cuando en el almacén a la vuelta de mi casa. Ya me estaba acostumbrando a sus cejas tupidas y a su abundante pelo negro, que ella intentaba dominar con vinchas de distintos colores. Hoy la recuerdo y me doy cuenta de que no era bella, pero en ese entonces… Parecía que su madre y la mía cocinaban a la misma hora y nos mandaban a comprar lo indispensable del último minuto: huevos, azúcar o harina. A ella el gasto se lo anotaba en la libreta del almacenero. Le daban un papelito para llevarse a su casa. Yo pagaba la compra con monedas o billetes, porque nosotros no somos de libreta, como decía mi madre. Con el viejo almacenero, la chica tenía una relación casi de amistad, de confianza. Lo mío era más frío, más distante, y yo nunca llegaría a ese trato, porque no teníamos libreta. Mis días estaban ocupados. La escuela a la mañana, los entrenamientos de atletismo a la tarde y los programas de televisión después de las siete. Esta chica y un par más, del equipo de atletismo, llenaban mis pensamientos y mis ilusiones. Las que me sacaban el respiro eran dos amigas que entrenaban para el salto en largo, los cien metros llanos y los cuatrocientos. En la pista de atletismo me quedaba paparulo mirándolas cuando entrenaban. Parecían frágiles, con largas piernas delgadas, y yo no entendía de dónde salía toda esa energía, cómo eran capaces de correr con tanta velocidad. Se alejaban con los brazos pegados al cuerpo y los pies que casi tocaban las colas, al impulsarse con grandes zancadas. Parecían evaporarse en el viento de la meseta. De vez en cuando, el grito del profe de gimnasia me despertaba y me volvía a la realidad de abdominales y torsiones. Eh, sí, todas las chicas eran inalcanzables. En esos tiempos me obsesionaba pensando en con quién sería el primer beso, a quién elegiría. Porque estaba claro, y lo decían todos: es el hombre el que debe tomar la iniciativa. Lo que nadie explicaba era cómo hacer para superar esa barrera de las medias sonrisas, de miradas escondidas detrás de los flequillos, de cómo y cuándo llegar al beso. Los comentarios eran vagos e inútiles. Y aunque lograra llegar, ¿qué tenía que hacer? Hablaban de labios, de lenguas, pero eso me daba un poco de asco. En las fiestas de cumpleaños veía cómo algún afortunado, al reparo de un árbol, de un arbusto o detrás de una cortina, lograba besar a una chica. Por las dudas, yo siempre iba a las fiestas con el pelo engominado, bien perfumado y con los dientes limpios. Apenas si comía los bocadillos, para no tener mal aliento. Pero las dudas volvían a casa siempre conmigo, y cada vez más gordas y sin respuestas. Temía los recreos de los lunes, cuando todos contaban sus hazañas del fin de semana. Me preguntaban: ¿y vos, nene? Yo negaba con la cabeza, y ellos reían, humillándome con esas risas. Era tan alto el paredón de mi casa, que para mirar hacia la calle tenía que treparme como un mono hasta el travesaño alto de la hamaca, o subirme o a un cajón de frutas Rago, de los más fuertes, apoyado a la pared. Así estaba, una aburrida e interminable tarde de verano, sin entrenamientos ni escuela, manteniendo el equilibrio sobre un cajón de madera. De repente, en el calor aplastante, por la esquina, apareció la chica del almacén. Llevaba el pelo atrapado con una vincha blanca. Apenas me vio, comenzó a sonreír y se detuvo, sosteniendo contra su pecho la bolsa de las compras vacía. Yo sentí que el cajón de madera temblaba debajo de mis pies. ¿Qué le diría? —Hola—, dijo ella. —Hola. —Qué lindo no tener escuela. —Sí, qué lindo. —¿Querés venir a charlar acá afuera?—me dijo. Ahí nomás, sin pensarlo mucho, decidí abrir el enorme portón de chapa. No me importó si mi madre escuchaba el horrible chirrido de las bisagras. Lo abrí un poquito, lo suficiente como para escurrirme de costado. Lo trabé con el pedazo de bloque de cemento, no fuera que el viento me dejara encerrado del lado de la calle Para el final del cuento, escribirme un correo

Uno de los cuentos del libro La Bolsa Azul

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